Mis creencias, por Albert Einstein

Mensaje de la cápsula del tiempo. Vivimos una época rica en inteligencias creadoras, cuyas expre­siones han de acrecentar considerablemente nuestras vidas. Hoy cru­zamos los mares merced a la fuerza desarrollada por el hombre, y empleamos también esa energía para aliviar a la humanidad del trabajo muscular agotador. Aprendimos a volar y somos capaces de enviar mensajes y noticias sin dificultad alguna a los más remotos lugares del mundo, por medio de ondas eléctricas. No obstante, la producción y distribución de bienes se halla por completo desorganizada, de manera que la mayoría ha de vivir temero­sa ante la posibilidad de verse eliminada del ciclo económico, y sufrir así la falta de lo necesario. Además, los habitantes de las distintas na­ciones se matan entre sí a intervalos regulares, por lo que también, debido a esta causa debe sentir miedo y terror todo el que piense en el futuro. Esta anomalía se debe al hecho de que la inteligencia y el ca­rácter de las masas son muy inferiores a la inteligencia y al carácter de los pocos que producen algo valioso para la comunidad. Confío en que la posteridad lea estas afirmaciones con un sentido de justicia y la necesidad de un cambio en la situación. (1939) La teoría del conocimiento de Bertrand Russell En el instante en que el compilador de este volumen me solicitó que escribiese algo sobre Bertrand Russell, mi admiración y respeto por este autor me impulsaron a decir que sí sin vacilación. Debo innu­merables horas de satisfacción a la lectura de las obras de Russell, tributo que no puedo rendir a ningún otro escritor científico contempo­ráneo, con la excepción de Thorstein Veblen. Descubrí pronto, empero, que era más fácil formular la promesa que cumplirla. Había prometido decir algo sobre Russell como filósofo y epistemólogo. Después de empezar a hacerlo muy confiado, advertí en seguida que me había aventurado en un tembladeral, pues hasta entonces me había limitado, de manera cautelosa, por falta de experiencia, al campo de la física. Las actuales dificultades de su ciencia obligan al físico a afrontar pro­blemas filosóficos en grado muy superior a lo que sucedía en otras generaciones. Aunque no hablaré aquí de estas dificultades, mi preocu­pación por ellas, más que nada, me llevó a la posición esbozada en este ensayo. En la evolución del pensamiento filosófico a través de los siglos ha desempeñado un papel decisivo la cuestión siguiente: ¿Qué conoci­miento puede proporcionar el pensamiento puro con independencia de la percepción sensorial? ¿Existe tal conocimiento? Si no existe, ¿cuál es con exactitud la relación entre nuestro conocimiento de la materia prima que nos proporcionan las impresiones sensoriales? A estas pre­guntas y a algunas otras que se vinculan íntimamente con ellas corres­ponde un caos casi infinito de opiniones filosóficas. Sin embargo, en esta serie de tentativas, por cierto estériles pero heroicas, se advierte una tendencia evolutiva sistemática que se puede definir como un cre­ciente escepticismo respecto a todo intento de descubrir, por medio del pensamiento puro, algo sobre el "mundo objetivo", sobre el mundo de las "cosas" frente al mundo de los meros "conceptos e ideas". Digamos entre paréntesis que lo mismo que haría un filósofo verdadero empleo aquí comillas para introducir un concepto ilegítimo, que pido al lector que admita por el momento, aunque resulte sospechoso a los ojos de la policía filosófica. En el comienzo de la filosofía se creía, por lo general, que era po­sible descubrir todo lo cognoscible mediante la simple reflexión. Re­sultaba una ilusión fácilmente aceptable si, por un instante, olvidamos lo que hemos aprendido de la filosofía posterior y de las ciencias natu­rales; no debe sorprendernos que Platón concediese mayor realidad a las "ideas" que a las cosas experimentables en forma empírica. Hasta en Spinoza, y en un filósofo tan moderno como Hegel, este prejuicio fue la fuerza vital que parece haber representado el papel decisivo. Se podría plantear sin duda también la cuestión de que, sin participar de esta ilusión, sería factible lograr algo realmente grande en el reino del pensamiento filosófico . . . mas nosotros no pretendemos analizar este problema. Esta ilusión aristocrática sobre la capacidad ilimitada de penetra­ción del pensamiento tiene como contrapartida la ilusión más plebeya del realismo ingenuo, según la cual las cosas "son" lo que percibimos a través de nuestros sentidos. Esta ilusión domina la vida diaria de hom­bres y animales. Además resulta el punto de partida de todas las cien­cias, sobre todo de las ciencias naturales. Estas dos ilusiones no pueden separarse de manera independiente. La superación del realismo ingenuo a sido relativamente fácil. En la introducción a su libro An Inquiry into Meaning and Truth, Russell delinea este proceso con admirable concisión: "Todos partidos del realismo ingenuo, es decir, la doctrina de que las cosas las cosas son lo que parecen. Creemos que la hierba es verde, las pie­dras duras y la nieve fría. Sin embargo, la física nos asegura que el verdor de la hierba, la dureza de las piedras y la frialdad de la nieve no son el verdor, la dureza y el frío que conocemos por nuestra propia experiencia, sino algo muy diferente. El observador, al pensar que está frente a una piedra, observa en realidad si hemos de creer a la física, es decir, a los efectos de la piedra sobre él. La ciencia se presenta, pues, en guerra consigo misma: Cuando más objetiva pretende ser, más hun­dida se ve en la subjetividad, en contra de sus deseos. El realismo in­genuo lleva a la física y la física, si es auténtica, muestra que el realismo ingenuo es falso. En consecuencia, el realismo ingenuo, si es verdadero es falso. Por tanto, es falso". Fuera de su magistral formulación, estas líneas expresan algo más que a mí nunca se me había ocurrido. Según un análisis superficial, el pensamiento de Berkeley y el de Hume parecen oponerse a la forma de pensamiento de las ciencias naturales. Empero; el citado comentario de Russell descubre una conexión: Si Berkeley se basa en el hecho de que no captamos directamente las "cosas" del mundo externo a través de nuestros sentidos, sino que sólo llegan a nuestros órganos sensoriales acontecimientos que tienen conexión causal con la presencia de las "cosas" nos encontramos con que esto es una consideración cuya fuer­za persuasiva emana de nuestra confianza en la forma de pensar de la física. Por tanto, si se duda de la forma de pensamiento de la física, hasta en sus características más generales, no hay ninguna necesidad de interpolar entre el objeto y el acto de visión algo que separe el objeto del sujeto y torne problemática la "existencia del objeto". No obstante, fue la misma forma de pensamiento de la física y sus éxitos los que socavaron la confianza en la posibilidad de entender las cosas y sus relaciones a través del pensamiento puramente especulati­vo. Poco a poco se admitió la idea de que todo conocimiento de las cosas es sólo una elaboración de la materia prima proporcionada por los sentidos. En esta forma general -y un tanto vagamente formulada­es probable que esta frase sea ahora de aceptación común. Mas esta idea no se basa en el supuesto de que alguien haya logrado demostrar concretamente la imposibilidad de conocer la realidad mediante la especulación pura, sino más bien en el hecho de que el procedimiento empírico -en el sentido antes mencionado- ha demostrado que puede por sí solo constituir una fuente de conocimiento. Galileo y Hume fueron los primeros en sostener este principio con absoluta claridad y precisión. Hume comprobó que los conceptos que debemos considerar bási­cos, como por ejemplo, la conexión causal, no pueden obtenerse a partir del material que nos proporcionan los sentidos. Esta idea lo llevó a una actitud escéptica frente a cualquier tipo de conocimiento. Al leer los libros de Hume causa asombro que muchos filósofos posteriores a él, a veces filósofos muy estimados, hayan sido capaces de escribir tantas cosas oscuras e intrincadas y hasta hallar lectores agradecidos. Hume ha influido de manera permanente en la evolución de los mejo­res filósofos que le siguieron. Se lo percibe al leer los análisis filosófi­cos de Russell, cuya inteligencia y sencillez de expresión me lo han recordado muchas veces. El hombre tiene un profundo anhelo de certeza en sus conoci­mientos. Por eso parecía tan devastador el claro mensaje de Hume. La materia prima sensorial, la única fuente de nuestro conocimiento, pue­de llevarnos, por hábito, a la fe y a la esperanza, pero no al conoci­miento, y todavía menos a la captación de las relaciones expresables en forma de leyes. Después salió a escena Kant con una idea que, aunque insoste-ble por cierto en la forma en que él la expuso, significaba un paso hacia la solución del dilema de Hume: todo lo que en el conoci­miento sea de origen empírico nunca es seguro (Hume). Por consi­guiente, si tenemos conocimientos ciertos, definidos, deben basarse en la razón misma. Así sucede, por ejemplo, con las proposiciones de la geometría y con el principio de causalidad. Estos tipos de conoci­miento y otros tipos determinados son, como si dijésemos, una parte de los instrumentos del pensamiento y no han de obtenerse, pues, previa-mente a partir de los datos sensoriales. Es decir, son conocimientos a priori. Hoy, todo el mundo sabe que los mencionados conceptos no contienen nada de la certeza, de la inevitabilidad intrínseca que le ha­bía atribuido Kant. Considero, no obstante, que de la exposición que formula Kant del problema es correcto lo que sigue. Al pensar, utili­zamos, mediante cierta "corrección", conceptos a los que no hay nin­gún acceso si se parte de los materiales de la experiencia sensible, si se enfoca la situación desde el punto de vista lógico. Descargar el libro en pdf.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entradas recientes