El Cristianismo del siglo XXI: verdades y retos


William Ospina es un notable ensayista y escritor Colombiano, reconocido por desconfiar de la parafernalia latifundista y mediática de éste país ecuatoriano, y que cuestiona en éste artículo el papel del Cristianismo para el siglo en curso. Importante reflexión para una transición de conciencia necesaria en todas las religiones.
Cristo y el Futuro
Escrito por William Ospina para Elespectador.com Cristo ha comenzado su tercer milenio de reinado sobre el orden mental de la civilización occidental, y no son muchos los dioses que puedan mostrar una longevidad semejante. Fue Platón quien razonó, a partir de la mitología griega, la existencia de un doble mundo: el mundo material y el mundo espiritual, el orden temporal y el eterno, la tierra y el cielo, el cuerpo y el alma, como niveles de realidad distintos y separados. La inspiración popular griega había concebido ese hecho fantástico: que dioses inmortales se unieran con criaturas humanas para engendrar héroes y semidioses. Zeus, unido a Leda, engendró como un cisne a la divina Helena, y unido a Alcmena engendró a Heracles, y unido a Semele engendró a Dionisos. Con Cristo, ese hecho mitológico ocurrió en un ámbito más arduo: no era ya que uno de los muchos dioses se uniera con una mortal: ahora el único Dios de la tradición monoteísta hebrea engendraba a su hijo en una virgen humana y convertía a esa criatura, en la que se fundían lo humano y lo divino, en el señor y el símbolo de una nueva edad del mundo. Antes de Cristo, los dioses condescendían en parecerse a los hombres, con Cristo los hombres quisieron empezar a parecerse a Dios, por eso no es extraño que Cristo sea llamado “El hijo del hombre”, el dios a través del cual lo humano se hizo divino. Lo más bello del mito cristiano es la prédica del amor. Según Paul Valery, antes de Cristo ningún dios era identificado exclusivamente con el amor. Su propio padre, el vengador y terrible Dios del Antiguo Testamento, que le exigió a Abraham el sacrificio de su hijo, que le exigió a David la sangre de los filisteos, que ahogó en sangre a los hijos de los egipcios, difícilmente puede ser confundido con el amor ni con la bondad. Baste la mención de aquellos versos paradójicos del Salmo 136: “Alabad al Dios de los dioses porque es eterna su bondad, al que hirió en sus primogénitos de Egipto porque es eterna su bondad, el que hundió en el mar al Faraón con su ejército porque es eterna su bondad”. Es hermoso que un dios haya venido a predicarnos la pobreza, el perdón, el amor por los enemigos. Asombrosamente, en nombre de un ser tan angélico la Iglesia erigió las mazmorras y las piras de la Inquisición, y se libraron algunas de las peores guerras de la historia, las guerras religiosas entre cristianos y las cruzadas contra los paganos. El Cristo que predicaba la pobreza habría retrocedido alarmado ante el lujo insolente de los templos del Renacimiento; el Cristo que predicaba el amor habría llorado de horror ante esos monjes de la Inquisición que encadenaban a sus víctimas en los potros del tormento, y después acercaban braseros encendidos a sus pies desnudos. La humanidad es capaz de envilecer las causas más sublimes. Pero ni siquiera la prédica de Cristo puede ser calificada de perfecta. Con el respeto que merece su misteriosa figura predicando a los pescadores humildes en las orillas del mar de Galilea, su recomendación de no acumular riquezas sino pedir a Dios “el pan de cada día”, su honda poesía de proverbios y de parábolas, y el sabor indudablemente divino de sus sentencias, Cristo no logra satisfacer todas las necesidades del espíritu humano, al menos en los tiempos que corren. No hay en sus evangelios, muchos lo han señalado, suficiente amor por los animales, suficiente respeto por el universo natural, suficiente respeto por el cuerpo y por sus más inocentes instintos. Cuando en las navidades yo también construyo el pesebre que nos enseñó Francisco de Asís, no deja de asombrarme que el mito cristiano haya escogido para llenar el portal de la natividad de Cristo a cuatro criaturas que representan todas una obstinada negación de la sexualidad: una virgen, un esposo casto, una mula y un buey. Tuvo que llegar muy al fondo del alma del pueblo el rechazo de los primeros cristianos por las voluptuosidades del Imperio Romano, para llevar a la humanidad al extremo de rechazar y calumniar el sencillo y divino goce de los cuerpos, la nobleza de la vida sexual. Cristo está menos vivo en los países donde nació que en los países que fueron cristianizados a la fuerza. Pero me atrevo a sospechar que en el futuro la doctrina de Cristo tendrá que asumir otros rostros. Si representa el orgullo de la humanidad por sus méritos, si representa la conciencia de que en la aventura humana hay algo divino, tendrá que aprender a predicar el amor por la tierra, el aprecio por el cuerpo, el verdadero desdén por la opulencia, un verdadero impulso de fraternidad con los que no se nos parecen. ¿Que la religión del presente no admite esas metamorfosis? Basta un solo movimiento apasionado de las muchedumbres y veremos el rostro del dios cambiar ante nuestros ojos, su prédica interpretar de otro modo las necesidades del mundo contemporáneo. Ya no es sólo en Occidente, ya en todo el mundo se dice: estamos en el año 2009, estamos en el año 2010. Y eso sólo significa, aquí y en la China, que hace dos milenios nació Jesucristo. No creo que podamos concebir sin él el futuro, pero seres más generosos, más lúcidos y más responsables tendrán que interpretar su mensaje para el porvenir, descifrar de otro modo sus preceptos, descubrir nuevas posibilidades y deberes en esa alta prédica del amor y de la fraternidad que Cristo trajo a las viejas edades del mundo. Su alianza con otras verdades, con otros dioses, es uno de los desafíos de nuestro tiempo.

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