Las tres ideas más importantes de la historia

Escrito para "el Espectador" por Julio Cesar Londoño.
Pero tal vez nuestro sueño más caro es saberlo todo, explicarlo con una teoría orgánica (la teoría del todo) y empaquetarla en un libro. La razón nunca dejará de soñar con el plano del laberinto, decía Borges, el minotauro del Sur.
De esta obsesión se desprende una manía recurrente, la de reducir el universo a ternas: las tres ramas del poder, los tres deseos, los tres reinos naturales, las tres dimensiones del espacio, los tres estados de la materia, la Santísima Trinidad...
Con el tema de las ternas comienza su libro Peter Watson, Ideas, una historia intelectual de la humanidad. En el prólogo pasa revista a las ternas más interesantes propuestas por los sabios que en el mundo han sido. En 1620 Bacon aseguró que los tres inventos que diferenciaban su época de la antigüedad eran la imprenta, la brújula y la pólvora, que habían revolucionado la comunicación, la guerra y la navegación. Su amanuense, Thomas Hobbes, sostenía que las tres materias claves del conocimiento eran la física, o el estudio de los fenómenos naturales, la psicología, o el estudio del individuo, y la política, que se ocupa de la sociedad.
Para Thomas Carlyle “los inventos más grandiosos de la civilización moderna son la imprenta, la pólvora y la religión protestante” (quizá tenga razón: recordemos que la Reforma del siglo XVI impulsó la formación de las naciones en el XVII). J. H. Denison distinguió en 1932 tres tipos de sociedades; la patriarcal, la fraternal y la democrática. H. E. Barnes aseguró en 1937 que los tres grandes cambios de “sensibilidad” en la historia de la humanidad fueron el surgimiento del monoteísmo ético en la Edad Axial (750-350 a.C.), el nacimiento del individualismo en el Renacimiento, “cuando la vida en este mundo empezó a ser un fin en sí misma y no una preparación para la otra vida”, y la revolución darwiniana del siglo XIX. Adam Smith clasificó la humanidad en propietarios, asalariados y capitalistas. Carlo Cipolla escribió en 1965 que el nacionalismo, los cañones y la navegación eran los responsables de las conquistas europeas que habían creado el mundo moderno.
Para Johan Goudsblom “la trinidad” está formada por el fuego, la agricultura y la industrialización. Para Isaiah Berlin, por el individualismo (actitud que ubica en la Grecia posaristotélica), el romanticismo y el descubrimiento, por Maquiavelo, de la incompatibilidad entre la ética y la política (ejem…). Jacob Bronowski asegura que los intelectuales se dedican a la búsqueda de la verdad (objeto de la filosofía, la ciencia y la religión) o de la justicia (como en la ética, la política y el derecho) o de la belleza, como en el arte.
Para Peter Watson todo se reduce a la invención del alma, la idea de Europa y la práctica del experimento. Justifica su terna en las 1.400 páginas que componen uno de los libros más apasionantes que haya leído en mi vida —y conste que leo (bueno, manoseo) varios cientos al año—.
Este tipo de especulaciones son valiosas porque nos revelan los pasadizos secretos de la historia, les permiten a los eruditos trazar síntesis panorámicas, a los hombres de la calle filosofar en la taberna, y a la especie seguir soñando con el plano del laberinto.
(Eché de menos en estas listas tres ideas preciosas: el lenguaje, la rueda y el genoma, y una idea perversa, la culpa, ese engendro genial de los teósofos para meternos un policía en la conciencia, método mucho más barato que ponerle un policía a cada persona).

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