El caracter impredecible de nuestra situación se acentúa aún más con la posibilidad de que nuestro estatus tenga que depender de las prioridades de un empleador.
En Estados Unidos, en 1907, un libro titulado Tres acres y la libertad captó la atención del público lector. Su autor, Bolton Hall, comenzaba presuponiendo que era una incomodidad tener que trabajar para otra persona, de modo que decía a los lectores que podrían recuperar la libertad si abandonaban sus oficinas y fábricas y compraban a un precio razonable tres acres de tierra de labor (algo más de una hectárea) en la zona central de Estados Unidos.
Ese terreno no tardaría en producir lo suficiente para alimentar a una familia de cuatro miembros y amueblar una casa sencilla pero cómoda, liberándolos tanto de la necesidad de adular a colegas y superiores como de la de negociar con ellos. El libro se dedicaba a describir con detalle cómo plantar verduras, construir un invernadero, disponer un huerto y comprar ganado (según precisaba Hall, para tener leche y hacer queso bastaba una vaca, mientras que los patos eran más nutritivos que las gallinas). Tres acres y la libertad transmitía un mensaje que se venía escuchando cada vez con más frecuencia en el pensamiento europeo y estadounidense a partir de mediados del siglo XIX: para llevar una vida feliz había que intentar no depender de un patrono y trabajar directamente por cuenta propia, siguiendo un ritmo propio y para la propia felicidad.
Si el mensaje comenzó a escucharse con más asiduidad a partir de este momento fue porque, por primera vez, había una mayoría de personas dejando de trabajar en sus propias granjas o en pequeños negocios familiares, para empezar a vender su inteligencia y su fuerza a cambio de un determinado salario que les daba otra persona. En 1800, el 20 por ciento de la mano de obra estadounidense trabajaba por cuenta ajena; en 1900, la cifra había ascendido al 50, y en 2000 era del 90 por ciento. Los patronos también estaban dando empleo a más gente. En 1800, menos del 1 por ciento de la mano de obra estadounidense trabajaba en una organización de 500 o más empleados; en 2000, esa cifra era del 55 por ciento.
Tomado de ANSIEDAD POR EL ESTATUS, de Alain De Botton (2003), p. 106.
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